carlosgarciaweb

14 Sep, 2020

Trabajarse al árbitro: lo que hace la derecha americana para influir sobre las plataformas digitales

Los republicanos de los EE. UU. fueron pioneros en aplicar esta estrategia a los principales periódicos del país y ahora lo están repitiendo con los nuevos árbitros del discurso público: las plataformas digitales de contenido.

«Trabajarse al árbitro» es armar tanto jaleo al protestar sus decisiones que se espera que acabe pitando a favor para compensar. Aunque sea por puro aburrimiento, la bronca sostenida suele salir rentable. Fuera del deporte, esta modalidad de condicionamiento del comportamiento ha sido utilizada con especial maestría por los republicanos de los EE. UU. para influir en la prensa. En su día, los conservadores fueron pioneros en aplicársela a los principales periódicos del país y ahora lo están repitiendo con los nuevos árbitros del discurso público: las plataformas digitales de contenido.

Correspondencia inédita hasta la fecha ha sacado a la luz la relación entre «Punch» —alias del editor jefe del New York Times en los 70s y 80s— y Reed Irvine, un republicano empeñado en aumentar el peso de las opiniones conservadoras en la prensa. En su cruzada personal, a este último se le ocurrió comprar acciones del New York Times y aparecer por las juntas protestando sonoramente porque el periódico era demasiado blando con el comunismo. Para quitárselo de encima, Punch le ofreció reuniones anuales. Por lo que se puede leer en las cartas recién recuperadas de los archivos del periódico y de la biblioteca pública de NY, aquel trato preferente provocó las protestas de los periodistas a los que se encargaba luego publicar artículos para aplacar al Sr. Irvine. Lejos de hacerlo, estas confianzas le envalentonaron aún más y animaron a otros políticos a imitarle. Esto contribuyó a politizar las redacciones de los periódicos estadounidenses que, desde entonces, a la vez que de informar, debían de preocupase por agradar a los partidos buscando el equilibrio entre las posibles quejas de uno y otro.

Para el trumpismo, trabajarse al árbitro es otra herramienta más de esa forma de hacer política sin contemplaciones que le caracteriza. La diferencia es que hoy ya no se usa tanto para domesticar a la prensa escrita o a la TV como para disciplinar a las redes sociales o los buscadores como Google o YouTube.

Aunque Zuckerberg se sacuda responsabilidades de encima declarando que cree firmemente que «Facebook no debería ser el árbitro de la verdad de todo lo que la gente dice en línea», lo cierto es que su compañía se ha convertido en árbitro, aunque no le guste—si no de la verdad, sí al menos en el debate público—; por eso, ciertos políticos se han tomado tantas molestias para trabajarse a los líderes de esa red social. En esto, de nuevo, los republicanos han llevado la delantera en momentos cruciales, como sucedió durante la primavera preelectoral del 2016 pocos meses antes de la victoria de Trump. Entonces, una ruidosa bronca organizada desde ese bando en torno a un asunto tan aparentemente trivial como la sección de tendencias de Facebook permitió a los conservadores influir en las pautas para el tratamiento de la información y desinformación política en Internet ante una campaña electoral sin precedentes. La sobrerreacción de la derecha político/mediática americana durante aquel incidente terminó de convencer a los dueños de las plataformas de no tomar partido y lavarse las manos. Prefirieron mirar hacia otro lado y seguir vendiendo anuncios repletos de bulos y contenido polarizador. Durante el verano, la crispación convenientemente manufacturada fue en aumento hasta las elecciones de noviembre.

El módulo de aquella polémica se había incorporado para dinamizar la circulación de noticias en la plataforma. Mediante la pestaña «tendencias» se accedía a una selección de entradas con enlaces a los artículos más relevantes del momento publicados en todo tipo de medios. Al contrario que los hilos privados que solo ve cada usuario, aquella sección era pública y mostraba una foto fija de lo que la comunidad estaba compartiendo. En teoría, quién servía aquel contenido era un algoritmo que calculaba de forma automatizada la relevancia en función de la actividad de los usuarios. El problema para Facebook fue que la alt-right —o la extrema derecha americana— se estaba por entonces convirtiendo en la corriente dominante y había sacado la cabeza desde sus viveros marginales de Internet como Reddit o 4chan. De haberse dejado en manos del algoritmo, el hilo de tendencias hubiese sido una colección de memes de la Fox, historias racistas y exageraciones de páginas ultra. Frente a esto, se optó por una solución secreta que, naturalmente, solo lo fue por un tiempo hasta que Gizmodo, un digital especializado en tecnología, publicó una exclusiva destapándolo todo con el titular: Extrabajadores de Facebook dicen: suprimimos sistemáticamente noticias conservadoras.

Aquel artículo contenía una revelación importante que arrojaba luz sobre la verdadera naturaleza del negocio de Facebook; sin embargo, fue un detalle en comparación menor el que provocó una reacción en cadena entre las «brigadas del agravio» republicanas, siempre dispuestas a jugar el papel de víctima. La noticia de alcance era que Facebook estaba utilizando a humanos para hacer juicios editoriales como los de cualquier otro medio de comunicación desmintiendo así el mito de la neutralidad de las plataformas —que, entre otras cosas, les proporciona un estatus jurídico privilegiado, como luego veremos—. Pero aquella información con consecuencias para la sociedad digital sencillamente se dejó pasar. Es habitual ver a la derecha de aquel país algo paranoica imaginándose a las élites liberales de Silicon Valley manipulando en secreto a las RRSS para silenciar sus ideas. Esta vez, sin embargo, tenían efectivamente una historia a la que agarrarse. Aquel artículo fue «la camisa ensangrentada que blandir» como prueba.

Con esas palabras lo contaba el editor de Gawker Media —la red de medios online propietaria de Gizmodo— en el Huffington Post. Probablemente, ese artículo sea el documento más esclarecedor del incidente del módulo de tendencias —que Facebook eliminaría tiempo después para evitarse problemas—. Allí no solo se muestran las interioridades del caso, también se intuye el retorcido culebrón de intereses contrapuestos con mucho dinero y poder en juego que rodea siempre a lo tecnológico. Donde parece que se solo se está hablando de una pestaña que nadie conoce perdida por algún menú de esa inocente web que se usa para estar al día de lo que hacen familiares y amigos, en el fondo, se trata de unas elecciones presidenciales y de la democracia en el mundo.

Al borde de la bancarrota, aquel grupo editorial, necesitaba una historia potente para captar lectores. El editor estaba al corriente de la investigación y discutió con el periodista el enfoque de la publicación. Se decidió conscientemente utilizar un titular especialmente dirigido a inflamar a los «traficantes del resentimiento» en la ultraderecha. Su audiencia es la más entregada y azuzarla puede atraer a millones de visitas. Aquel ejemplo de mala praxis periodística contribuyó a que ciertos matices de la noticia se pasaran por alto. Faltaba algo que se ignoró: más que suprimir una visión conservadora, los moderadores de contenido de Facebook estaban implementando una línea editorial —lícita en cualquier medio de comunicación— en la que «las historias hiperpartidistas engañosas y manufacturadas eran menos relevantes que las más contrastadas de los medios generalistas». Sencillamente, lo que sucedía es que ese tipo de contenido circulaba en aquel momento sobre todo en un extremo concreto del espectro ideológico, con un movimiento político emergente apoyándose en él. Mirando hacia atrás, el editor de aquella noticia analiza sus errores justificándolos por la delicada de situación de la empresa.

La bancarrota de Gawker Media, que había sido planeada como una venganza personal por el más siniestro de los barones de Silicon Valley, es otra derivada fascinante de ese gran culebrón tecnológico. La afición de los medios del grupo a los titulares sensacionalistas, sin embargo, ya venía de antes. Precisamente, fue uno de ellos el que les buscó la ruina al enfadar al poderoso inversor y asesor de Zuckerberg y Trump, Peter Thiel. Aquel grupo de publicaciones lo formaba una primera generación de nativos digitales —básicamente, blogs que empezaron a monetizarse como compañías de noticias— compitiendo gracias a un dinamismo impensable para la prensa tradicional. La cantidad y la rapidez se conseguía a costa de profundidad y contraste en los datos. Entre las plataformas que distribuyen el contenido online y los digitales como Gawker se establecen relaciones viciadas de dependencia con estos siempre pendientes de generar tráfico desde aquellas.

Las quejas de los conservadores tenían poco fundamento de fondo. Facebook se limitaba a eliminar desinformación partidista que, sencillamente, venía sobre todo de ese lado. Lo hacía más por imagen que por higiene y, exclusivamente, en la parte pública de la red. La moderación no afectaba al verdadero meollo que está en los hilos individuales y los grupos privados. Por ellos, las noticias culpando a los inmigrantes de todo lo malo o las acusaciones descabelladas sobre los políticos rivales corrían como la pólvora. O, muchas veces, como proyectiles con una trayectoria bien calculara hacia audiencias a la carta confeccionadas con información de agencias como Cambridge Analytica. Pero, cuando alguien se está trabajando al árbitro, lo de protestar con más o menos fundamento tiene poca importancia; la matraca es lo que cuenta y los republicanos lo bordaron. Un Zuckerberg pletórico por tanta atención de gente influyente con los políticos hizo una gira de reuniones con la Fox y los principales líderes de opinión conservadores tranquilizándoles.

El resultado de las elecciones y el escándalo Cambridge Analytica provocaron una profunda crisis de imagen y credibilidad en la compañía. Se le acusaba, por un lado, de haber contribuido al ascenso al poder de Trump blanqueando a la extrema derecha al haberla sacado de los márgenes y, por otro, de haber fallado en la custodia de los datos de los usuarios al permitir conscientemente que una consultora electoral accediese a ellos de forma ilegal. Después de un mea culpa de diez horas ante el congreso y el senado con cara de circunstancias, Zuckerberg fichó a alguien de la vieja guardia para reconducir el rumbo hacia más de lo mismo: «Joel Kaplan, un asistente de G.W. Bush, que rectificó cualquier plan de reforma dirigido a reorientar a la empresa a un objetivo social. Suyas fueron las decisiones de permitir la desinformación en anuncios electorales o de no bloquear a los usuarios ‘supercompartidores’ que son especialmente activos, agresivos y, muchas veces, conservadores. Las políticas de integridad que algunos departamentos preparaban fueron desechadas por Kaplan convencido de que ahuyentarían principalmente a páginas, políticos y usuarios de derechas, lo cual afectaría negativamente al engagement.» Así se explicaba el cometido de Kaplan en otro artículo de este blog en mayo de 2020. Entonces Trump acababa de elevar la disciplina de trabajare al árbitro a otro nivel. Cuando Twitter eliminó por primera vez uno de sus tuits engañosos, el equipo del presidente no se limitó a protestar, aprobó una orden ejecutiva amenazando con cambiar la ley y con eliminar una inmunidad de la que disfrutan las plataformas de contenido digital desde mediados de los noventa. Trump acababa así de pervertir completamente un marco jurídico ya de por si imperfecto.

Las leyes de Internet que existen desde los años de Clinton tratan a las plataformas como a bibliotecas —sin responsabilidades por el contenido de los libros en sus estanterías— y no como a redacciones de periódicos —las cuales rinden cuentas de lo que publican los periodistas que escriben allí—. Legalmente, esto se ha venido articulando por medio de una inmunidad acompañada de una «cláusula de buen samaritano». La filosofía detrás de esta combinación consiste en ofrecer a las plataformas protección frente a lo que publican los terceros en ellas, precisamente, para que se animasen a moderar voluntariamente el contenido y eliminar aquello que cruza ciertos límites. Este entramado legal descansa sobre dos ficciones: la presunción de neutralidad y los incentivos de la competencia. La realidad demuestra constantemente que en la economía digital ambas son ilusiones.

Trump y su equipo le han dado la vuelta a esa tortilla. La inmunidad pensada para favorecer cierta higiene de la información en la parcela de Internet que cada cual controla ya solo protege si no se hace ningún esfuerzo por mantenerla aseada. Cualquier atisbo de moderación se enfrenta a gritos de libertad y acusaciones de censura. La inmunidad es ahora la forma definitiva de trabajare a los árbitros por medio del chantaje: su estatus jurídico privilegiado está en juego si hacen algo por impedir la circulación de información incendiaria que, por un lado, a ellos mismos les hace ganar mucho dinero y, por otro, es la que mejor funciona para mantener a las audiencias republicanas ultramotivadas.

Y en esas estamos a dos meses de las nuevas elecciones. El periodista Kevin Roose lleva semanas analizando obsesivamente cuales son las entradas con información política más populares en Facebook y ha advertido de un predominio indiscutible de la derecha. Por diseño, la plataforma amplifica el contenido altamente emocional que engancha al usuario y son, mayoritariamente, los comentaristas de los medios conservadores quienes se han especializado en un estilo que mueve pasiones, ese combustible de alto rendimiento para el algoritmo. 

Pero hay algo más destapándose en grupos internos de trabajadores de Facebook que están alertando de comportamientos partidistas en la plataforma que favorecen a Trump y los suyos. A finales de 2019, se estrenó la pestaña de noticias. Los distintos medios de comunicación pueden asociarse al nuevo programa de la plataforma, publicar artículos y cobrar de Facebook por ellos. Del lado del usuario, este verá una selección personalizada de noticias elegidas por el algoritmo según su relevancia para cada cual. La publicación de falsedades y bulos se combate con avisos que, acumulados, pueden suponer penalizaciones para los medios como prohibiciones de monetizar o bloqueos. 

Las tornas han cambiado desde hace cuatro años y, esta vez, en documentos filtrados a Buzzfeed, los trabajadores no denuncian discriminación de los puntos de vista conservadores, sino favoritismo. Los avisos a páginas de extrema derecha como Breitbart, que podrían acarrear sanciones por reincidencia, desaparecen misteriosamente. Cada vez hay más evidencias de que los que siguen quejándose en público de estar siendo marginados reciben, en realidad, un trato preferente de forma sistemática. Contraviniendo la política oficial que exige que sean los propios medios de comunicación los que presenten alegaciones cuando no estén de acuerdo con los avisos por contenido que incumple las normas de la plataforma, se ha descubierto a ejecutivos de Facebook interviniendo ante los responsables de las verificaciones a favor de publicaciones conservadoras. Entre otros, Joel Kaplan, el vicepresidente de políticas públicas globales antes mencionado ha intercedido a favor de un polémico comentarista ultra. «Parece que la gente de departamentos ajenos ha estado interviniendo en los procesos de verificación en nombre de ‘exclusivamente’ editores de derechas, para evitar que obtengan el estatus de reincidente», escribía un empleado en uno de los grupos internos que intentan combatir la desinformación. 

Lo que dicen esos empleados —cada vez con más miedo tras varios despidos de críticos— ha sido corroborado por las empresas de verificación independientes con las que muchas veces trabaja Facebook. En lugar de llamarles a ellas, los medios conservadores suelen contactar directamente con el gestor de la cuenta de anuncios asignado por Facebook a cada uno de los clientes importantes que se dejan millones en publicidad. Esos asuntos no son en principio competencia de los gestores, pero igualmente los medios «Saltan directamente sobre ellos diciendo ¡censura! ¡primera enmienda! ¡libertad!» «Creo que Facebook les tiene un poco de miedo por la administración Trump», decía uno de esos verificadores externos que ha visto desaparecer algunas de sus alarmas de contenido falso sin previo aviso.  

Con protestas como esas, la estrategia de trabajarse al árbitro está dando frutos. A estas alturas, en EE. UU. muchos ven a Facebook camino de convertirse en una cámara de eco de la derecha más recalcitrante. Con alguien como Peter Thiel sentado en el consejo de administración, la alt-rigth lo tenía más fácil que con otras plataformas. Desde hace años, el financiero se ha esforzado en hacer de puente entre ese movimiento y Silicon Valley. Otro extenso artículo de Buzzfeed da cuenta de un largo historial de contactos con supremacistas blancos y relaciones con organizaciones conservadoras radicales para sacarlos de los márgenes y normalizarlos en la sociedad americana. El papel de Facebook habría sido esencial en este blanqueamiento. 

Asimismo, Zuckerberg no es el único objetivo del poder mediático, político y económico de los conservadores americanos. Ya vimos que Trump amenazó a Twitter en una orden ejecutiva y Google tampoco se libra. La expresión «working the refs» —trabajarse a los árbitros— aplicada a las plataformas digitales aparece en un artículo del NYT donde se recuerdan también los 5 minutos de interrogatorio de un congresista por Florida al CEO de Google durante la comparecencia de las cuatro grandes en el congreso donde debían responder por posibles prácticas de monopolio. Aunque estuviesen citados para investigar la excesiva concentración del mercado en manos de las plataformas, los conservadores prefirieron utilizar la ocasión para denunciar que se sienten silenciados en ellas. Ya hemos visto que esas protestas tienen poco fundamento y, aun así, Sundar Pichai desaprovechó el momento para rechazar ante las cámaras aquel intento de manipulación. Hubiese bastado con explicarle al congresista que las noticias del digital del que se quejaba no merecen aparecer en los primeros puestos del buscador, sencillamente, porque se trata de una página especializada en información no contrastada penalizada por sus frecuentes bulos que el algoritmo considera menos relevante. El ejecutivo de Google se limitó a decir que se lo miraría y emplazó al político a tratar el tema en otro momento, recordando aquella sumisión de la que Punch, aquel editor del New York Times, tuvo tiempo de arrepentirse.

Hay otras redes con público más joven como Instagram o Tik Tok donde la hegemonía de la derecha no es tan evidente, pero Facebook sigue siendo la más grande. Como recuerda Kevin Roose en uno de sus artículos: «Facebook fue el método» reconoció Brad Parscale el director de digital de la campaña de Trump en 2016 «Esa fue la autopista por la que su coche condujo».

Todavía quedan otros aspectos en los que los árbitros el discurso público van a tener que demostrar si están a la altura de las circunstancias y del papel que, de hecho, tienen en la sociedad lo reconozcan o no. Uno es cuál va a ser su actitud si Donald Trump llegase a cumplir con las amenazas veladas de rechazar el resultado de las elecciones en caso de perderlas organizando una tormenta mediática. La otra cuestión tiene que ver con que cada día más republicanos se están enredando con teorías de la conspiranoia.

Por disparatado que parezca, más de la mitad del partido cree, al menos en parte, en historias donde las élites demócratas forman parte una sociedad secreta de pedófilos y las celebridades liberales de Hollywood recolectan adrenalina de la sangre de los niños para fabricar una droga. Si la novedad durante las elecciones de 2016 fueron las fake news, lo que se lleva esta vez en las redes es una vuelta de tuerca más en el nivel de paranoia con teorías de la conspiración como QAnon. Lo que entra en campaña con ellas ya no son las emociones, que los líderes de opinión han aprendido a manejar con maestría, sino lo puramente irracional. Esta apariencia de consistencia de lo oculto tiene un propósito que comparten los totalitarismos: crear un mundo cerrado al análisis y a los hechos donde todo tiene sentido con episodios violentos que se justifican para materializarse. Los influencers de esta temporada en la derecha —muchos en Instagran y Tik Tok, por cierto—hacen que Miguel Bosé parezca un científico Zen a su lado. 

La ultraderecha en España, siempre tan pendiente de lo que pasa con Donald Trump, también «se trabaja» a los árbitros del contenido digital a su manera. Sin darles aquí el caso que piden evitando mencionar a las cuentas en cuestión, un grupo de descartes de otros medios están intentando organizar un Breitbart a la española. Etiquetan a los responsables nacionales de las plataformas lanzando quejas constantemente de misteriosas desapariciones de seguidores. Su principal partido ha llegado organizar un boicot contra WhatsApp al que acusaron de censura cuando intentó implementar algunos límites a los reenvíos para combatir la desinformación que campa a sus anchas por los grupos de la aplicación. En abril, se promocionaba a Telegram como alternativa desde cuentas oficiales.

La función política de la conspiranoia

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